Las inquietudes de Leonardo Favio frente al cine fueron siempre muy grandes. Sus ambiciones y su afán experimental también. En 1960, entre una película y otra como intérprete, Favio había hecho la prueba de filmar como realizador un cortometraje titulado El amigo, que enfrentaba el tema de la niñez desdichada. Allí se insinuaba ya una preocupación que habría de expandirse en su primer largo, Crónica de un niño solo, en el que se propuso, según sus propias palabras, «lograr un testimonio, mostrar un mundo que muchos ignoran o fingen desconocer. Creo que de este modo he contribuido a señalar un problema». No había cumplido los treinta, y ya venía a ubicarse en el pelotón de vanguardia del cine argentino.
Había comenzado su carrera cinematográfica como actor, con una aparición como extra en El ángel de España (1957). Inmediatamente, Leopoldo Torre Nilsson le ofreció su primera gran oportunidad en El secuestrador, y lo convirtió en uno de sus intérpretes favoritos. También actuó bajo las órdenes de Ayala, Tinayre, Martínez Suárez, René Mugica y otros. Dedicado a Leopoldo Torre Nilsson, quien impulsó también su vocación como director, Crónica de un niño solo fue un esbozo sdemiautobiográfico sobre la niñez abandonada y la crueldad de las instituciones destinadas a protegerla, narrado con sinceridad y elogiable nivel cinematográfico. Lo seguiría El romance del Aniceto y la Francisca, otra descripción de ambientes populares en la que Favio mostró su talento para retratar un mundo que conoce. En esos dos primeros films, probablemente los más logrados de su carrera, Favio habría de revelarse fundamentalmente como un intuitivo, con un sentido muy particular para retratar los sentimientos y las experiencias de gente humilde, una sensibilidad para expresarse a través de la cámara y una capacidad para obtener de sus intérpretes una particular convicción.
Varias de esas virtudes se tambalearían en sus films siguientes, que crecieron en ambición sin que ese crecimiento se viera acompañado de un afinamiento en la herramienta expresiva. Los toques casi surrealistas de El dependiente (un film por trechos estimable) se revelarían en cambio como una espasmódica búsqueda de la originalidad que ocultaba cierta inseguridad con respecto a qué decir. Juan Moreira y Nazareno Cruz y el lobo incursionaron en mitos folklóricos rioplatenses, con momentos de brillo expresivo, mucha referencia al cine ajeno y una irregularidad de tono que comprometía el resultado final. Tras Soñar, soñar, realizado al filo mismo del golpe militar de 1976, Favio debió exiliarse y renunciar a una carrera cinematográfica que recién retomaría diecisiete años después, con Gatica, el mono.
Antes de su exilio, Favio se había labrado una fama lateral como cantante popular, y había hecho gala también de una clara militancia peronista que le acarrearía problemas. Esa militancia anima Gatica, una película ambiciosa, excedida y a menudo brillante que puede ser leída al mismo tiempo como una metáfora de la Argentina del primer peronismo y la posterior «revolución libertadora». En esa misma línea se ubica un documental más reciente, Perón, sinfonía del sentimiento, cuyo título es ya todo un programa: el peronismo no es una ideología sino un sentimiento (como Peñarol o Boca Juniors), y la película acumula a través de un montaje a menudo ágil mucho material de archivo, dibujos cursis y testimonios diversos que exaltan acríticamente a su héroe y denigran a todo opositor. Cinematográficamente tiene su interés. Conceptualmente se aproxima a la Escuela Documental de Leni Riefenstahl.
Esta primera aproximación al cine de Leonardo Favio incluye sus primeros cuatro films. Sigue el mes que viene.