«Es una reflexión acerca de la vida, y la vida no siempre tiene unos significados claros».
Este comentario de Akira Kurosawa (1910 – 1998) a propósito de una de sus películas más conocidas, «Rashomon» (León de Oro, Festival de Venecia, 1951), es una buena síntesis del significado de las búsquedas y motivaciones últimas de este gran «sensei» (maestro) de la cinematografía mundial. La verdad como una cuestión relativa al punto de vista de los hombres, siempre subjetiva, pasó a ser, décadas después, uno de los grandes tópicos del postmodernismo cultural y filosófico. Esta búsqueda vital del significado de la naturaleza humana, sus ambivalencias y sus contradicciones, podía asumir en Kurosawa formas y contenidos diferentes a lo largo de su profusa producción cinematográfica. Sin embargo, lo notable de este director es que detrás de esa multiplicidad de enfoques existe una profunda unidad temática y conceptual a lo largo de su obra: desde aquellas películas de corte épico, de ambientación medieval («Los siete samurai», «Trono de sangre», «La fortaleza escondida», «Yojimbo», «Sanjuro», «Kagemusha», «Ran»), que fueron tal vez «vendidas» como exóticas a Occidente por parte de la distribución internacional, hasta sus primeras obras («El ángel ebrio», «Perro rabioso», «Escándalo») que claramente conectaban con una realidad política y social muy similar a la existente en Europa a partir de la segunda posguerra y que el neorrealismo italiano expresó artísticamente con notable carga emotiva.
Justamente, es en este período «realista», anclado en un presente miserable y desvastado, que Kurosawa logra una culminación en su afanosa búsqueda de un sentido para la vida. En «Vivir», lo que el maestro nos sugiere es esa terrible paradoja, esa verdad esencial permanentemente actualizada, de que se puede estar muerto a pesar de que se piense que se está viviendo, y de que muchas veces sólo es posible vivir cuando se sabe que se va a morir.
El uso de diversos géneros cinematográficos, la representación situada en un pasado lejano o bien en un presente caótico, el manejo magistral de diversas disciplinas artísticas articuladas cinematográficamente (música, pintura, teatro, arquitectura, escultura, danza, etc.) adoptan en Kurosawa un fuerte carácter constructivo, afirmativo de las constantes de su obra: las dificultades de la convivencia humana («Trono de sangre»), del reconocimiento de la verdad («Rashomon»), las dificultades para lograr un equilibro entre el hombre y la naturaleza («Dersu Uzala»), lo relativo de las cosas (¿quién gana y quién pierde en «Los siete samurai»?), las ambigüedades del comportamiento humano (el valor y la cobardía en «La fortaleza escondida»), sin descuidar la crítica feroz a males más «terrenales» (el capitalismo japonés en «Los malos duermen bien»).
El arte de Kurosawa implicó muchas veces una lectura cinematográfica de grandes autores de la literatura mundial: Dostoievski («El idiota»), Shakespeare («Trono de sangre»), Gorki («Los bajos fondos»), así como autores menos conocidos (Ed McBain, en «El cielo y el infierno»), y varios de su país (Akutagawa, en «Rashomon», Shugoro Yamamoto en «Dodes’ka-den» y «Bondad humana»). En ese sentido, la obra de Kurosawa tiene una impronta cultural típicamente japonesa pero que adquiere un claro carácter cosmopolita por su temática y búsquedas expresivas. Este carácter universal cobra especial relevancia en estos tiempos, cuando asuntos como la diversidad cultural, la xenofobia, el multiculturalismo, la cultura nacional o la cultura global son moneda corriente en las discusiones académicas, pero también en las discusiones sobre políticas culturales.
Un capítulo aparte merece el manejo en Kurosawa de las herramientas del lenguaje cinematográfico. Intérpretes acróbatas, un rendimiento espectacular de la música a partir de elementos mínimos, una puesta en escena donde la cámara (en ocasiones usa varias) y sus movimientos están meticulosamente definidos de antemano y, finalmente, un uso del montaje que difícilmente haya sido superado. En la fase final de su vida, sus películas adquieren un tono melancólico y contemplativo, producto de una profunda sabiduría y madurez creativa («Los sueños», «Rapsodia en agosto», «Madadayo»).
En plena era individualista y consumista, cuando la frivolidad y la chabacanería son las marcas registradas de la época, cuando la levedad conceptual convive con la pirotecnia tecnológica, frente a ello, el encuentro con la potencia expresiva de Kurosawa es una tarea ineludible. Con esta retrospectiva casi completa de su obra, Dodecá se propone acercar especialmente a los jóvenes, las nuevas generaciones, la compleja producción artística y el profundo humanismo de este artista mayor.