Hacia mediados de la década del setenta hubo un cambio radical en la política cinematográfica australiana. Tras años de desarrollo de un mercado interno, se tuvo la necesidad de romper las barreras nacionales para lograr un redimensionamiento de la industria. Con fuerte respaldo de empresas privadas y entes públicos, el cine australiano consiguió una inmediata repercusión internacional, combinando hábilmente la suerte de un film (el gran éxito de «Te llamaré Caddie«) con muestras organizadas desde Australia para festivales internacionales de cierto prestigio.
El resultado fue que en el plazo de tres años el cine australiano ya había recorrdo todo el mundo y comenzaba a difundir los nombres de realizadores importantes. El primero de ellos fue tal vez Peter Weir, que ya tenía una fama interna con films como «El plomero» o «Enigma en París», y que se impondría afuera con «Picnic en las Rocas Colgantes» y especialmente «La última ola». Pero también importó gente como Bruce Beresford («Asalto al camión blindado», «Fiesta de fin de semana», «Después de la emboscada»), el George Miller de «Mad Max» o su homónimo de «Herencia de un valiente», o la Gillian Armstrong de «Mi brillante carrera».
No fue una ola pasajera la que se impulsó en ese momento, sino una decisión que se trató de mantener con el correr de los años. Sin embargo, los cambios en el mercado internacional plantearían al cine australiano por lo menos dos obstáculos. El primero de ellos fue la exportación lisa y llana de sus talentos, absorbidos por la industria norteamericana, que es donde trabajan hoy la mayoría de los realizadores australianos importantes de entonces. Weir llegaría a Hollywood para hacer «Testigo en peligro», «La costa mosquito», «Matrimonio por conveniencia» o «La sociedad de los poetas muertos», y lo mismo ocurriría con el George Miller de «Las brujas de Eastwick» o «Un milagro para Lorenzo», o la Gillian Armstrong de «Mujercitas», mientras Bruce Beresford se dedicaba a cosas como «Crímenes del corazón», «Conduciendo a Miss Daisy» y hasta «Mi testigo preferido», y el otro Miller llegaba a Europa para hacer una secuela de «La historia sin fin». Y la lista de nombres podría extenderse hasta gente como los fotógrafos Russell Boyd o Don McAlpine, o intérpretes como Angela Punch-MacGregor Mel Gibson (de hecho, este último nació en los Estados Unidos, pero se haría famoso por sus trabajos en Australia antes de regresar triunfalmente a su país natal).
El segundo problema ha sido la difícil competitividad planteada por la industria norteamericana, con su consecuencia de una inevitable pérdida de la identidad (algo que también ha podido ocurrir con la producción británica, por ejemplo). De ahí el debilitamiento de la presencia australiana en el mercado internacional durante la segunda mitad de la década del ochenta y los noventa, aunque éxitos aislados aunque irrepetibles (Cocodrilo Dundee) pudieron generar algún sobresalto en las taquillas del ancho mundo. Más cerca aún, títulos notorios como «El casamiento de Muriel» o «Las aventuras de Priscilla, reina del desierto» han servido para recordar que, en el mundo del cine, Australia también existe. Y algo debe significar que Erik Bana, el australiano que encarnó al mitómano y asesino Chopper, haya sido elegido para interpretar en una superproducción internacional (dirigida por Ang Lee, nada menos) al Increíble Hulk. Ese debe ser también, de alguna manera, un reconocimiento al cine australiano. El presente ciclo reúne varios ejemplos significativos de ese cine.