El sueño americano
En la evolución de la filmografía en apariencia dispersa de los Coen, hay dos elementos que trazan un hilo invisible entre todos sus trabajos: la reformulación de los géneros cinematográficos, más que la parodia de los mismos (como ya adelantábamos), y la revisión igualmente, de la imagen mítica de América ofrecida por el cine. Una imagen que los Coen proceden a desmontar de modo tan sistemático como los arquetipos y los esquemas narrativos y formales de los géneros.
La impresión en el cine negro, presente en gran medida en las tres primeras cuartas partes de su obra, apunta invariablemente en ambas direcciones y su objetivo final es mostrar los pies de barro sobre los que se levanta esa construcción idealizada de la nación. Esta preocupación se hace, sin embargo, más evidente en dos de las películas que se acercan, paradójicamente, al universo western (el género especializado en ofrecer una visión edulcorada de los Estados Unidos) como No es país para viejos y Valor de ley, así como en cierta forma en El gran Lebowski, aunque aquí jugando con las armas de la comedia. Desmitificación que se opera en los dos sentidos, esto es, desmontando la imagen mítica de América levantada por el cine y desvelando lo que hay de construcción ideológica en la creación y desarrollo de los géneros cinematográficos de Hollywood.
En su recorrido por la historia y la geografía de los Estados Unidos, los Coen darán la vuelta a toda esa envoltura mitológica —fundada en construcciones simbólicas como el american way of life, el sueño americano, el melting pot o el «destino manifiesto»— y, dentro de su mapa crítico, mostrarán las miserias de la América rural, de los nuevos ricos y del consumismo desaforado (Sangre fácil, Arizona baby), criticarán de forma agria la forma de vida del americano medio (Fargo, El hombre que nunca estuvo allí), del mundo del cine (El gran Lebowski) y de las grandes corporaciones empresariales (El gran salto), denostarán el racismo, la intolerancia y el autoritarismo del profundo Sur (O Brother!,The Ladykillers), denunciarán la rapiña y la estupidez de la sociedad actual, modelada en torno al culto al cuerpo y al dinero (Crueldad intolerable, Quemar después de leer) o se burlarán de los supuestos intelectuales y artistas (Barton Fink, El gran Lebowski) y de quienes idealizaron un pasado y un presente dominados por la violencia (No es país para viejos, Valor de ley). La filmografía de los Coen se levanta, así, sobre una sátira despiadada del modo de vida americano y de la forma en que éste (duramente vilipendiado en la mayoría de sus películas, pero especialmente en Un tipo serio y en Fargo, donde reflejan cómo la cultura americana ha logrado corromper incluso a los emigrantes procedentes de otros países, ya sean judíos o escandinavos) ha sido mitificado por el cine a través de un laborioso proceso de construcción ideológica que ha dado lugar al «sueño americano». De esa concepción desacralizadora nace la proliferación de secuencias en las que sus protagonistas tienen sueños que acaban convertidos en pesadilla (Sangre fácil, Arizona Baby, Muerte entre las flores, El gran salto, El gran Lebowski…) o que son una pesadilla en sí mismos como Barton Fink.
Al compás de este recorrido, los Coen trazan una radiografía demoledora de algunas de las figuras más representativas de la sociedad estadounidense, ya sean los nuevos ricos pueblerinos que venden electrodomésticos (Arizona Baby) y automóviles (Fargo) o regentan tanto grandes almacenes (El hombre que nunca estuvo allí) como simples bares (Sangre fácil); ya sean los grandes productores de Hollywood (Barton Fink), los viejos ricachones (El gran Lebowski), los todopoderosos gánsteres (Muerte entre flores, No es país para viejos) y los magnates de los corporaciones empresariales (El gran salto); ya sean los ávidos abogados de los grandes bufetes y los productores de programas televisivos (Crueldad intolerable); ya sean los «intelectuales» mafiosos (Muerte entre las flores) , los escritores (Barton Fink), los detectives (Sangre fácil), los profesores (Un tipo serio), los políticos sudistas (O Brother!), los marshalls y los rangers (Valor de ley) o, en una sola estocada, los agentes secretos, los miembros de la Administración norteamericana y los empleados de los gimnasios (Quemar después de leer).
La lista podría ser aún más exhaustiva con sólo descender varios escalones en el examen de la filmografía de los Coen, pero esta larga relación da buena cuenta ya de la amplitud de su mirada crítica (en forma de gran angular) y de su preocupación por acercarse a los sectores más diversos, para, como apunta Erica Rowell, señalar igualmente los fallos del sistema social americano, bien sea su organización penitenciaria (Arizona Baby, O Brother!), bien su política imperialista (El gran Lebowski), bien la industria de Hollywood (Barton Fink), bien el funcionamiento de las multinacionales (El gran salto), bien el amor entendido como una mercancía más (Crueldad intolerable y Quemar después de leer), bien, en general, la moral puritana que convierte en papel mojado la libertad del individuo. De este modo cada película de los Coen forma parte de un tratado más amplio que estudia, como afirma Yannick Dahan, un tipo distinto de encierro dependiendo de quién sea el protagonista de la historia, y una búsqueda diferente de la libertad que, sin embargo, está abocada al fracaso.
En todo este panorama hay un elemento que recorre de arriba a abajo toda su obra: la soledad del héroe coeniano, o más bien cabría decir de su antihéroe o de un héroe tan atípico como El Nota, del cual parece reírse incluso el escéptico narrador de El gran Lebowski. La soledad es, como decíamos, la marca que los identifica a todos ellos, desde Tom Reagan en Muerte entre las flores, hasta Ed Crane en El hombre que nunca estuvo allí, desde la galería de personajes de Sangre fácil y Quemar después de leer (donde los contactos personales se establecen ya únicamente online) hasta Norville en El gran salto o la sociedad de Fargo. En ésta, como apunta Franck Garbarz, la enorme sensación de soledad que transmite la película nace no sólo de las relaciones que se establecen entre los protagonistas de la historia, sino de la gestión de un espacio vacío de gente, ya sean las inmensas praderas nevadas, ya sean los lugares de tránsito. Sea como fuere, la imagen que mejor retrata la soledad del héroe coeniano se encuentra recogida en el plano final de Muerte entre las flores. En él, Tom Reagan, apoyado en un árbol y protegido una vez más de las miradas ajenas por el sombrero, ve cómo, por culpa suya, Verna lo abandona definitivamente para irse a vivir con otro hombre. No es el final de El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), pero el resultado para Sam Spade y Tom Reagan es el mismo, la pérdida de su mujer amada.
Y esta soledad existencial no se alivia siquiera, salvo en Fargo, con el matrimonio o con la vida en pareja, conforme revela de manera paradigmática el plano final de No es país para viejos, que habrá ocasión de analizar en su momento. Y es que, en el cine de los Coen, las relaciones amorosas nunca son el origen — excepto en Crueldad intolerable, pero por tratarse de una película de encargo— de comedias románticas, sino de ficciones esquinadas donde, como aclara Erica Rowell, o bien la violencia sexual adquiere carta de protagonismo (Muerte entre flores), o bien los encuentros de este tipo acaban con la muerte de alguien (Sangre fácil, Barton Fink), o bien el sexo sólo sirve para procrear o para fantasías psicodélicas (El gran Lebowski).
Y otro tanto sucede con la amistad, salvo en esta última, que tampoco ofrece una vía de salvación o de escape a sus antihéroes, porque la incomunicación es el segundo gran atributo de los personajes coenianos y porque la amistad, en su cine, suele ir asociada casi siempre a la traición, como demuestra Sy Ableman en Un tipo serio. Sus películas se ofrecen, así, como un retrato en negro del sueño americano, donde sus protagonistas, carentes de cualquier tipo de valores —salvo honrosas excepciones como, paradójicamente, Caspar, el mafioso italiano, que defiende el valor de la ética en Muerte entre las flores; el trío protagonista de El gran Lebowski; Marge, la policía embarazada de Fargo, y algún que otro espécimen más—, se mueven únicamente por el dinero y el por beneficio personal en un mundo donde, como acabamos de ver, sólo existe el yo.
La revisión de los géneros
Una de las notas más distintivas del cine de los Coen es, con todo, la forma en la que aproximan su cámara a todos esos grupos humanos con el fin primordial de deconstruir el arquetipo que el cine americano nos ha legado de ellos y, más concretamente, el cine de género. Desde este punto de vista, Sangre fácil, su primera película, es todo un síntoma revelador del camino que, a partir de ese momento, recorrerá su filmografía, por cuanto en el film se desmonta totalmente el personaje del detective privado, que de servidor de la ley pasa por ser asesino, lo que significa destruir uno de los íconos más totémicos del cine negro. Destruido para luego, si es el caso, ridiculizarlo, haciendo que un antiguo hippie «colgado», como el Nota, se convirtiera en el heredero de los Sam Spade o de los Philip Marlowe en El gran Lebowski.
Todo ello tiene como objetivo, conforme apunta David Oubiña en uno de los análisis más breves y certeros del cine de los Coen, dinamitar el suelo de las certidumbres y sembrar de minas los fundamentos del cine de género. De este modo, en Sangre fácil, la función investigadora, una vez destruido el arquetipo del detective, «empezara a circular entre los distintos personajes», de forma que «el punto de vista se multiplica y se desjerarquiza, se diluye entre los dedos para volver a insinuarse como una figura cada vez más distante. (…) Todo diálogo es diálogo de sordos y cualquier contacto se resuelve con una separación».
Y esto mismo sucede con los gánsteres, que pierden toda aureola mítica en beneficio de sus secuaces, conforme revela Muerte entre las flores, donde el arquetipo del detective se transforma una vez más para encarnarse ahora, adornado con un cierto aire intelectual, en la fuga de Tom Regan, el lugarteniente del capo mafioso. O con los delincuentes de poca monta (como los protagonistas de Fargo, incluido Jerry Lundegaard, o los hermanos Snoats de Arizona Baby), que carecen ya de la aureola de los antiguos bandidos y atracadores —como, por ejemplo, los de La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston— y se muestran tan estúpidos como para echar por tierra un secuestro o para volver ellos mismos a prisión sin motivo alguno. De esta visión desacralizadora no se libran siquiera las grandes figuras del gansterismo como «Baby Face» Nelson, al que los Coen retrataran como un débil mental en O Brother!
Su labor de zapa prosigue con los antaño abnegados agentes de la ley, que ahora se comportan como simples funcionarios, unas veces ilusionados todavía con su trabajo como Marge en Fargo, otras veces tan desilusionados como para esperar únicamente la hora de la jubilación como el sheriff Bell en No es un país para viejos. Por supuesto, este mismo clima se traslada —tal y como ejemplifica El hombre que nunca estuvo allí— a los asesinos (condenados ahora por crímenes cometidos por otros, siguiendo la estela de Perversidad) y las mujeres fatales que, desprovistas de su antiguo rol protagonista, mueren ahora en mitad de la ficción como Doris en aquélla. El mundo, definitivamente, ha cambiado de base el cine de los Coen y los ex presidiarios se olvidan de penas y estrecheces carcelarias para convertirse en padres abnegados (Arizona Baby) o para triunfar en música folk de nombre inolvidable («Los traseros mojados») en O Brother! Toda serie de cambios contribuye a que las convenciones consustanciales al cine de género dejen de funcionar como tales y se esfume de un plumazo el horizonte de certezas.
Cine de gánsteres, cine carcelario o cine negro en sus múltiples variedades (cine de delincuentes, de detectives, de policías o de criminales), los Coen pasan revista a todas las variantes de género, pero no con la intención de devolver la misma imagen negativa, u otra muy similar, de la sociedad americana, como pretendía aquél durante su período de esplendor, o para dialogar con el propio género, como sucedía en su etapa manierista, sino con la intención de desvelar los mecanismos internos que operan dentro de él a la hora de construir el reflejo tenebroso (pero reflejo al fin y al cabo de una realidad idealizada) de la cultura estadounidense. Y esta misma voluntad descontructiva, por decirlo de un modo simplificado, se traslada a otros géneros, como la comedia, para dejar al descubierto el fuerte grado de idealización de las fábulas a lo Frank Capra (El gran salto), o como el cine de espías y el western, donde sus protagonistas ya sólo pueden mirar hacia el pasado, bien sea la Guerra Fría (Quemar después de leer), bien sea la conquista de la Nueva Frontera (Valor de ley), para encontrar, si ello fuera posible, la verdad y la inocencia pérdidas durante su andadura por el cine de género.
Esta voladura de los arquetipos se quedaría en una simple explosión controlada si no se trasladara también a los esquemas narrativos y a la propia puesta en escena. Y esto es lo que hacen precisamente los Coen desde el comienzo de su andadura como cineastas, en concreto desde Sangre fácil. En ella, dentro de la trama, ambos dan la vuelta a los patrones narrativos tradicionales haciendo que no sea la pareja adúltera quien intenta asesinar al marido —como sucedía, por ejemplo, en El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, Tay Garnett, 1946) o Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944)—, sino que sea éste quien contrata a un detective para que mate a su mujer y a su amante. De un modo similar, no será tampoco la pareja adúltera de El hombre que nunca estuvo allí quien quiera matar al marido de Doris, la protagonista, sino que será éste quien se limite a chantajear al amante de su mujer y eso provocará un cataclismo de consecuencias imposibles de prever dentro de los cauces habituales del género. ¿Por qué? Porque en el cine de los Coen los triángulos amorosos no sólo cambian de forma, sino que también de función dentro del relato para descubrir los clichés sobre los que se dibujan éstos.
Ni tampoco es demasiado corriente, aunque ejemplos haya también de ello, que sea el marido quien ordena el secuestro de su mujer para sacar dinero a su suegro. Sin embargo, éste es el punto de partido de Fargo y, con alguna variante, de El gran Lebowski (un secuestro autoprovocado), además de Arizona Baby, donde el rapto de un bebé parece la condición necesaria para que los protagonistas accedan a la condición de padres y puedan integrarse en la sociedad civil. En todos estos casos, como ha visto con acierto F. Astruc, los Coen utilizan el secuestro como una situación típica de su cine, ya que gracias a este instrumento pueden armonizar géneros tan diversos como la comedia y el cine negro y, sobre todo, pueden aprovechar la tensión que genera para alterar desde dentro el desarrollo dramático de la intriga.
Antonio Santamarina, Joel y Ethan Coen