“El cine es un campo de batalla“, dice Samuel Fuller, que una vez escribió un guión para Douglas Sirk, en una película de Jean-Luc Godard, el cual poco antes de rodar Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960), escribió un homenaje a la película Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958), de Douglas Sirk.
Da igual quién sea, Godard o Fuller, cualquier otro o yo, nadie le llega a la suela del zapato. Sirk dijo que el cine es sangre, lágrimas, violencia, odio, muerte y amor. Y Sirk hizo películas,películas con sangre, con lágrimas, con violencia, con odio, películas con muerte y películas con amor. Sirk dijo que las películas no pueden hacerse sobre algo, que sólo pueden hacerse con algo, con personas, con luz, con flores, con espejos, con sangre, con todas esas cosas locas que valen la pena. Además dijo que la iluminación y el enfoque son la filosofía del director. Y Douglas Sirk hizo las películas más tiernas que conozco, películas de alguien que ama a las personas y no las desprecia como nosotros. Una vez, Darryl F. Zanuck le dijo: “La película tiene que gustar, sea en Kansas City o en Singapur”. Vaya locura, América, ¿no?
La abuela de Douglas Sirk escribía poemas y tenía el cabello negro. Douglas todavía se llamaba Detlev y vivía en Dinamarca. Y ocurre que alrededor de 1910 los países nórdicos producían sus propias películas, sobre todo grandes dramas humanos. Y el pequeño Detlev iba con su abuela poeta a un minúsculo cine danés. Y los dos lloraban y lloraban por la trágica muerte de Asta Nielsen y muchas otras bellas muchachas con la cara maquillada de blanco. Tenían que llorar en secreto, pues Detlev Sierk debía convertirse en un erudito en el sentido de la tradición alemana, recibir una educación humanista. Así que un día sustituyó el amor a Asta Nielsen por el amor a Clitemnestra. Hizo teatro en Alemania, en Bremen, en Chemnitz, Hamburgo y Leipzig; era instruido y tenía cultura. Fue amigo de Max Brod, conoció a Kafka, etc. Se le abría una carrera que hubiera podido conducirle a dirigir Residenztheatre, en Munich. Pero no. En 1937, después de haber rodado ya algunas películas para la UFA en Alemania, Detlev Sierk emigró a América, se convirtió en Douglas Sirk e hizo películas que en Alemania, como mucho, darían risa a la gente de su nivel cultural (…)
Al intentar escribir sobre estas seis películas de Douglas Sirk, he descubierto qué difícil es escribir sobre películas que tratan de la vida, que no son literatura. He omitido muchas cosas que quizá serían más importantes. He hablado demasiado poco de
la iluminación, de lo esmerada que es o de cómo ayuda a Sirk a transformar las historias que tenían que contar. Y que, aparte de él, solo Josef von Sternberg es tan bueno con la iluminación. Y he hablado demasiado poco de los espacios que Douglas Sirk crea. Lo extraordinariamente exactos que son. He analizado poco la importancia de las flores y de los espejos y de lo importantes que son para las historias que Sirk nos cuenta. He acentuado demasiado poco que Sirk es un director que consigue de los actores los máximos resultados. Que gracias a Sirk incluso cotorras como Marianne Koch o Liselote Pulver devienen personas a las que creemos y deseamos creer. Y, finalmente, he visto demasiado pocas películas. Quisiera verlas todas, las treinta y nueve que Sirk hizo. Y entonces quizá continuaría conmigo, con mi vida, con mis amigos. He visto seis películas de Douglas Sirk. De las más bellas del mundo.
Febrero de 1971
R. W. Fassbinder