Continuamos este mes con el ciclo sobre la guerra en el cine de los grandes maestros.
La segunda guerra mundial, con toda su carga de muerte y destrucción, pudo ser un motivo de sátira en manos de un maestro como Lubitsch (Ser o no ser), que burlándose del nazismo constituye un alegato corrosivo contra sus lacras, a la vez que transforma los cánones de la comedia en Norteamérica, imponiendo un nuevo estilo que conjuga distinción, audacia provocativa y sensualidad.
Kurosawa, por su parte, encontró en el despliegue bélico motivos para cuestionar los límites de la identidad del ser humano, su realidad y sus sombras (Kagemusha), iluminando en ese marco las coreografías de las relaciones de los seres humanos con el poder y con la destrucción a la que conduce la guerra.
Las atrocidades del militarismo fueron subrayadas en películas que se presentan como un claro manifiesto antibélico (Johnny cogió su fusil, Por la patria): películas que, justamente, caminan en la dirección contraria de la línea de fuego.
Y los “daños colaterales” —ese eufemismo macabro con el cual se quiere dar cuenta en la actualidad del modo en que, necesariamente, la sociedad civil, y en ella los individuos, y en ellos la naturaleza más íntima, terminan cargando con los desastres de la guerra— también representan en el cine de los grandes maestros motivos para trazar retratos y tejer historias notables y conmovedoras (El otro señor Klein, Adiós a los niños, El espíritu de la colmena, Noche y Bruma, Hiroshima mon amour, La guerra ha terminado).
Finalmente, la guerra civil, esa otra forma de la guerra, allí donde la resistencia popular, más o menos desarmada, enfrentó invasores o dictadores, encuentra en el cine una posibilidad de contar las historias que los triunfadores jamás admitirían (El acorazado Potemkin, El fin de San Petersburgo, La batalla de Chile).
Historias narradas a contrapelo de La Historia, historias filmadas a contrapelo del cine mainstream.