Por Pablo Thiago Rocca
Luego del interesante fotorreportaje de los «peludos» del norte, Bella caña, dulce Unión, Suci Viera propone una experiencia fotográfica muy distinta en formato y lenguaje, pero igual de contundente en sus aspiraciones.* …
Hay apenas cuatro o cinco registros. El primero de ellos, un cuadrito que presenta dos fotos amateurs, la de una niña y, suponemos, la madre de esa niña, posee la apariencia de una casa. Las maderitas del marco semejan un techo con dos columnas y un piso que lo sostiene. Añeja, planchada pero con arrugas persistentes, la foto de esta niña, que hunde los pies en la arena de un río, posee el aura de los recuerdos impactados (la luminosa presencia del río remite inevitablemente a la máxima heraclitana) y una composición sencilla pero muy efectiva. La foto de la madre también es simple y sobrecogedora. Está un poco fuera de foco y con el horizonte inclinado, pero es amable con la mujer de mirada esquiva y apacible que se toma los codos desnudos en la reja. Unos cortinados le caen sobre sus hombros y esto trasunta cierta dulzura que invita a un mundo íntimo, sedoso, que la madre custodia y que comenzaría precisamente en el gesto enigmático de la boca o en la oscuridad que se abre a sus espaldas (las fotos fueron tomadas por Manuel Viera). En ese primer cuadrito ya está el cuadro familiar completo, en sus implicancias simbólicas.
Luego vienen las tres grandes impresiones digitales distribuidas en la pequeña sala. Son imágenes que a primera vista el observador identifica como caderas femeninas, vientres y ombligos, túneles oscuros que llevan hacia alguna parte. Lo más probable es que esas enormes imágenes hayan sido tomadas de objetos más bien nimios, más pequeños que el cuerpo femenino que evocan. Detrás de esta económica exposición está como agazapada la noción de los «equivalentes» de Alfred Stieglitz o las trampas oníricas de René Magritte. Las relaciones metafóricas entre los motivos (madre, hija, ombligo, cuerpo femenino) son construidas por el observador a partir de una sintaxis sugerida por la artista. Tienen algo de la imaginación que encuentra en las nubes formas de barcos y animales y que traza parentescos olímpicos en las constelaciones de astros. Se juntan cosas pertenecientes a mundos diversos y se transfieren a un espacio común donde encuentran un nuevo sentido. Las fotos reclaman, pues, una mayor potencia imaginativa del observador, del mismo modo que lo obligan a romper el precinto de hilo que sella el catálogo para escudriñar en su interior (cortando, a la vez, el cordón que ata en el papel a las imágenes de hija y madre).
Todo este juego de «conexiones ocultas» es menos intrincado de lo que parece expresado con palabras. Las relaciones son formales, «musicales«, diría Stieglitz: se apoyan en la sugerencia estructural y en el despojamiento de los detalles. La reflexión está planteada desde una perspectiva de género nada ampulosa, un registro emparentado con la poética doméstica de Magela Ferrero, fotógrafa y curadora de la muestra: «La madre |escribe en el catálogo| lo contempla todo, tiene el cabello calmo y un suéter bonito, y una belleza… Parece entender la importancia de la alegría, ante lo frágil que puede resultar la permanencia en el tiempo de nuestro rostro«. La extrema cercanía de la foto entre madre e hija conduce al visitante, desde el comienzo del recorrido, hacia una apreciación bastante unívoca de los «equivalentes«, y las conexiones resultan por ello menos ocultas de lo que parecería pretenderse. Es difícil buscar el término medio para que las analogías no resulten obvias ni permanezcan herméticas. Pero ese es un riesgo que conllevan todas las miradas –frágiles, personales– dirigidas hacia el pasado.
* Conexiones ocultas, Centro Cultural Dodecá, San Nicolás 1306.
Publicado en Brecha | Suplemento El Ocho | Página 6 | 4 de noviembre de 2005